Dec 29, 2011

El conejo de Alicia -2011-.

Tarda en llegar, y al final, al final, hay recompensa.

Te me vas 2011 y empiezo a agarrarte y no querer soltarte por todo lo que me diste, por la paz que finalmente me invadió y me invita a despedirte y dejarte ir, pero llevarte conmigo donde esté. Eso voy a hacer. París se queda para siempre en mi corazón y mis retinas y mi piel y mi vida. Todavía tengo un verano, un mes del conejo, todo un simulacro soleado de situaciones parecidas al nirvana que no son y no te igualan porque están después del 31. Querido 2011, entrás para siempre en las visagras de mi historia, de mis cortos 26 años, de una vida anterior llena de incógnitas y mierda, pero qué importa. Llegaste. Con tu departamento de dos ambientes alquilado, tu vuelta a la UBA y a Chomsky, tus ventanales que daban al Sena, tus horas extras y tu gran victoria sobre Zeus. Dragon, no te tengo miedo.

Apr 26, 2011

Psiquis en París.

Ya despierto mi kundalini, estoy ante la puerta de un nuevo universo que, mágico al nivel de París, me lleva a disfrutar el paseo por los recuerdos más livianos –como una simple caminata por Champs Élysées– hasta los más crueles –como no encontrar al jorobado en Notre Dame–. Como el Sena surca la ciudad y la divide en dos, mi vida camina por los puentes que dividen y unen, y se planta en el medio, ante la mismísima imagen de Cristo y la presencia del mal. Sólo ahí puedo entender lo ocurrido, sólo ahí, habiendo subido 400 escalones, puedo respirar con calma y reconocerme allá: del otro lado del mundo. Abrazarme a una gárgola en el mismo momento en el que degustará una liebre y contarle un secreto que habla del tiempo. Un pasaje de Madrid reaparece para traerme mi única meta, mi único logro. Voy de París a Madrid y de Madrid a París en un sintiempo en el que todo es uno. Un oso comiendo de un madroño me saluda desde la Puerta del Sol y me invita a seguir soñando, clásicos dulces sueños que me mantienen en vilo desde hace tanto y para siempre. Un Palacio de Cristal que jura no romperse nunca, ni ante la más fuerte tormenta. Y entre palacios llego a Versalles y lo siento: los jardines se parecen a ese lugar en el que todos anhelamos perdernos y las magnánimas estatuas me dejan la sensación de todo ese lujo, de toda la historia. Entre María Antonieta y el Gran Trianon, lo que siento se va haciendo tangible: es real. Si existe Versalles, todo puede existir en este mundo. Una llama en una tumba de un soldado desconocido en el Arco del Triunfo, me recuerda que estuve ante Cortázar en el mismo Montparnasse en el que las flores del mal rodean la tumba de Baudelaire, que anduve las calles de Rayuela, que tomé el Metro en Sevres Babylone, que tal vez exista ese genio malvado que hará desaparecer París y, de un soplido, derribará la Torre Eiffel. Que ya no importa lo que pase: siempre podré cerrar los ojos y morir caminando por una callecita de Montmartre.

Aug 29, 2010

Y...

-Me perdí y ya nadie aplaudió-
-A.B.-

Y entonces, resulta que un día te despertás y te das cuenta de que ya pasó. Mirás el techo y te acordás de cada imagen que proyectaste ahí, vuelven recuerdos vacíos, personas lejanas, vidas pasadas. Un sueño te desveló durante años, pero anoche dormiste. Bajo la almohada ya no están los viejos deseos de paz y bajo la cama, no hay más pesadillas. Porque hoy despertaste. Se fueron años enteros, pero te dejaron certezas: no te arrepentís de esas elecciones. No crees haberte equivocado la mañana en que despertaste y supiste, repentinamente, que la vida se había teñido de un color raro, nuevo y oscuro. Y aunque sobrevino una tormenta, no te arrepentís de haberla atravesado. Y hoy, tenés que agradecer a esa sabía voz que juró que iba a pasar. Y estás acá y te preguntás: ¿quién iba a decirlo? Y querés quedarte abrazada a las sábanas, mirar por la ventana la paz del cielo y sentirte, después de tanto tiempo, en sintonía con el mundo. Y ya no estás perdida. Y otra vez, podés volver a creer y esperás, con tu mejor sonrisa y tus viejos sueños, que no vuelva a pasar.

O.

Aug 13, 2010

Recuerdos


-Los mejores recuerdos están acá- me dice, tocándose con el índice de la mano derecha la parte lateral de la cabeza, mientras lo miro desorbitada. Sus ojos rojos predicen el dolor y la certera noción de que sabe de que habla. Para él, la materia perdió sentido sin su forma. Una carta, una foto, aquél viejo cuaderno de anotaciones, un rosario: no significan nada. Letras, imágenes, antiguas escrituras de una vida pasada. Sólo eso. Sus recuerdos son ideas, formas no tangibles que nadie ve más que él, que nadie siente. Su cabeza lo contiene todo, lo bueno y lo malo, no descarta, no lo escribe, no lo plasma. Él es su vida, su pasado y su destino, su nombre. Es oscuro, obstinado. Su piel encubre la esencia de la que habla, cree ciegamente en lo que dice. Su cuerpo es nada, pero está colmado de recuerdos. Su mente viaja y se pierde, revive anécdotas, momentos, miradas que quedaron impregnadas en su retina. Cierra los ojos, lo exterior desaparece y el vive, vive allá, donde el recuerdo. Siente aromas, pasiones: todo le duele como aquella vez. El en la plaza, el tobogán eterno, la clavija salida y el pantalón roto. La arena esperándolo en los brazos de quién mas tarde dejaría su vacío, vacío que se hizo recuerdo, recuerdo que se hizo vida, tiempo muerto que perdió guardando espacios para esas memorias encantadas que perdieron su magia y que sólo revelan que los mejores recuerdos no están solos, porque también están esos.

-¿No anotas nada? –le pregunto. Yo que todo lo escribo, que todo lo anoto, por miedo a olvidar. Escribir algo se vuelve la certeza de recordarlo para siempre, con sus detalles más ínfimos, con sus colores más claros. Me desvela su mirada entera. La comparo. Tan vacías siempre, pero él, él elige su pasado como si fuera un juego. Lo niega. Imagino su mente: un laberinto cuyo centro encierra algún ser ficticio, con cuernos de vaca y olor a magia negra.
-Palabras, tus cuadernos son palabras. Las necesitas para evocar recuerdos. Yo puedo sólo-. Me inquieta su seguridad. ¿Cómo sabe? Recuerda sin lenguaje y, aunque es callado, tímido y arrogante, sus palabras son exactas. Parecen seleccionadas perfectamente, como si en un segundo su mente hiciera una lista de palabras para definir la situación y su postura y el eligiera la mejor, sin notarlo, claro. Estaría enfermo. Nadie que pueda discernir tan claramente cómo funciona su cerebro, podría estar sano. Loco.
Tomo mis cuadernos con angustia. Los abrazo queriendo soltarlos. Un momento de nuestra infancia se interpone en mi mente y me nubla. Estamos sentados en el patio de la vieja casa. Llueve. El desagote está tapado y el agua no corre. Se hace pileta, caen piedras. Las paredes son de cemento y eso hace que el recuerdo sea gris, con ese tinte opaco que toman los recuerdos de la infancia cuando uno se va poniendo viejo. Jugamos a nadar, reímos. Somos felices sin necesidad de ponerlo en palabras.

Ornella.

Jul 30, 2010

Despedida


¿Cómo decir lo que siento? Cada palabra pierde sentido y cada sentido su fuerza. Sólo me queda un recuerdo: su voz en el medio de la nada. La plena sensación de felicidad y aurora en un momento de paz.

La blanca desolada ausencia que convierte cada beso en un puñal.

Duelo de mariposas y ciclón de golondrinas.

Queda la nada, abrazando una imagen. Un beso amargo y un final.
Eterno vacío gris.

Pasado azul. Soledad azul. Desencanto azul.

¿Cómo decir lo indecible? Cobarde latir que no cesa. Los ciegos ojos no lo ven.

Desasosiego. Crispado dolor.
Pájaro que renace, pero siempre, siempre recuerda.
Fue gusano. Despreciable insecto que lamenta
la tierra y su color.


Deserto negro desamparo.
Soy la roca, que ve venir la ola y no se aparta.

Ornella.

Jul 25, 2010

Freud


Blanco vacio
formándose en el opaco interior de una mente
inconsciente.


Luces inauditas
todo lo cercan.

Oscuridad,
rincón que crece y abate,
subyace sobre el vacío
y lo envuelve.


La nada.

Un deseo irrebatible de morir.
Amargas pulsiones.
Inalcanzable placer.

Y yo ahí, anhelando el nirvana.



Ornella

Jul 23, 2010

Acordes



Cuando era chico, Néstor tuvo un sueño: un silencio se hacía sonido y el sonido se volvía música y el vacío, todo. Cada momento de su vida, estuvo marcado por la duración de una figura; períodos distinguidos por octavas, blancas y hasta fusas. Una redonda fueron sus dos etapas más puras: infancia y pre-adolescencia. Con el paso del tiempo, fue cada vez más innegable que su destino estaba escrito en un pentagrama. En la época en que todos se embebían de historias fantásticas de ocasión, mujeres pasajeras y alcoholes baratos, Néstor se fascinaba, por primera vez y para siempre, con aquella hermosa caja curvada y su gran mástil. Aquella figura fue la única que lo mantuvo desvelado años, que lo mantuvo enamorado; fue la única que lo conservó de los miedos, que siempre lo invitó a seguir. Sus cuerdas, sus trastes, su diapasón: todo era irremediablemente el puente que lo unía a la vida. Que lo hizo sentir vivo, que lo cuidó de todas esos dolores tristes que depara la vida. En una ocasión, Néstor brindó todo su amor. Todo era música en sí. Ante un altar y una multitud de creyentes, dio la mejor versión de una clásica canción. Algunos, lo miraron encorvándose, otros sostuvieron que era un enviado del diablo (yo voy por este lado) y otros, más irritantes, quisieron disiparlo, distraerlo, convencerlo de que no tenía potencial para lograr todos sus sueños, que no podía, que su voz no alcanzaba los requisitos, que nunca obtendría los resultados requeridos. Todos aquellos que lo escuchamos cantar, que lo sentimos, sabemos que es su destino, que el esfuerzo traerá aparejado resultados felices, que por sus venas corre más música que sangre.


Esas palabras en sus inicios, esos hechos, malintencionados o no, esas miradas malsanas, marcaron a fuego su corazón, pero también le sirvieron, desde ese entonces y hasta hoy, para saber que podía, que tenía que esforzarse, que tenía que seguir, que el también tenía que creer en sí mismo.


Años más tarde, ya adulto, la música siguió siendo el hilo que lo mantuvo firme ante toda adversidad. A lo largo de los años, junto con su deseo más real, aparecieron otras imágenes, otras figuras –si así podemos llamarlas– que quisieron devorarlo, convencerlo del final estratégico que darían los números y aquella vida paralela en la Facultad de Ciencias Económicas, aquella matemática que, desde Pitágoras, tanto tiene que ver con la música y que tan pocos entienden. Los números desdoblándose en acordes y cada acorde en una nota y cada nota en un momento y cada momento en una canción, y cada canción, en la vida.


Él mismo moldeó su vida solfeándola, tachó partituras, empezó de nuevo. Aprendió de oído en qué lugares quedarse y a dónde avanzar sin medir consecuencias. Alguna vez, ya sin fuerzas o enviciado por el entorno, abrazó una botella y se detuvo en un Jack Daniel´s, tomo más de un trago, y siguió. Siguió cuando todos los murmullos fueron ajenos y hostiles y cuando hasta su misma voz quiso callarse. En su afán de crecer, pudo abarcarlo todo. Se encaminó en el sueño, pudo contemplarlo, morir cada noche de desvelo ante un nuevo acorde, ante un nuevo show, ante un nuevo aplauso. Pudo aprender dónde estaba radicado su centro, cuál era su energía, cuáles sus debilidades, cuál la marca de whisky que no debía volver a comprar y cuál aquella fiel compañera que no lo abandonaría ni en la vejez, ni en la gloria.


Donde esté, espero que recuerde que hubo alguien que creyó en él con la misma corazonada y el mismo amor que él tuvo por la música.

Ornella

May 23, 2010

Catábasis


Las imágenes se suceden una tras otra. La luz roja incendiándolo todo. Un sinfín de recuerdos que se funden en uno sólo para convertirse en el placer de mi muerte, en eso inefable que no me atrevo a revelar. Una sonrisa tímida me mira, como si estuviera vagando en mi mismo infierno. Sólo yo sé que el mundo se está desvaneciendo a mí alrededor. Sólo yo puedo ver a la muerte acercándose. Sólo yo. Se arrima la voz paralizante junto a una certeza que mira de reojo mis ojos desorbitados y se anima a aniquilarme. Me atrevo a rezar. Descenso letal. La oscuridad bifurca mis sentidos y me arrimo a ese fin que sólo yo conozco y ese camino que me hace creer que no volveré a ser la misma. El mismo averno que aquél. El sonido del tambor me hace caer al abismo, los coros de la sirena son la invitación a morir. La tentación no resiste. Muero anhelando no despertar.


Ornella.

Feb 24, 2010

Plumeros en las noches que no prenden.

-Cualquier semejanza con la realidad, es pura coincidencia.
Sobre todo vos.-


La primera vez que vio aquellas luciérnagas sólo contaba con 9 años. Su pequeña luminosidad hizo que Fabián se frotara los ojos una y otra vez. Como en un cuento, la imagen era irresistible, perfecta. Los arboles, en el jardín de la vieja casa, acompañaban el espectáculo de luces que sin duda volvería a él año tras año. Sus sueños de chico, aquella vieja y desolada sensación de estar creciendo y perseguir una luz de la que casi podía considerarse constructor. Ahora estaba viejo, las encendidas amigas empezaban a perder su brillo y había algo, algo en ellas, que destilaba un mensaje, alguna lección tardía que no había aprendido a tiempo, algún corte; o tal vez, sólo fuera él, ya anciano, que empezaba a perder la memoria y así, a olvidarse el fin, la meta de aquella travesura infantil que lo llevó una noche de verano a refugiarse en los cálidos vientos nocturnos, rodeado de bichitos de luz.

Fabián no recordaba ni cómo ni cuándo. Sólo que una tarde de enero, en alguna siesta de los mayores, había fantaseado con la llegada de la noche y la presencia de un lampírido que fuera capaz de mantenerse prendido en la larga oscuridad de la noche. La hora de dormir era para él un castigo divino, alguna hazaña perversa en la que los objetos tomaban vida y coexistían con su mundo, que se perdía en el de ellos y sobrevolaba sobre los mismísimos miedos de un demonio que deseaba asfixiarlo, apagarlo.

Como arma de defensa, había tomado un plumero. Sabía perfectamente que no podría derribar a nadie con éste, pero qué más, necesitaba un objeto en su ejército –que sólo estaba formado por él y su plumero- para atravesar la casa y salir a la intemperie en busca de su salvación. Descalzo, iba rondando los árboles del jardín. No quería hacer ruido porque desconocía el instinto de supervivencia de los fantásticos polífagos, capaces de irradiar esa luz. Pisada tras pisada, fue comprobando como el resplandor desaparecía ante su presencia. Los agarró, los manoseo, los agitó, los amainó y los aplastó. Los amontonó, los separó, los subió y los bajó. Los masacró. Pero nada. No había forma de que prendieran una vez apagados. No había extorsión posible. Nada, no había nada. Tendría que vivir tantas noches como días. No iba a poder obviarlas, transformarlas, ni prenderlas, su máximo deseo. La oscuridad estaría siempre con él, cada mañana, cada día, ahí, amenazándolo con la llegada de la noche, con la eternidad de las horas, con el vacío incesante del silencio en los apagones nocturnos. Estaría con él, formando parte de su vida y su futuro. Desde ese día, lo irremediable se acomodaría en su entorno para no dejarlo vivir en paz, para imposibilitarle la completa tranquilidad de su futuro; se instalaría en su camino sin dejarlo tener los clásicos sueños infantiles que años más tarde se recuerdan en las noches.

Sentado sobre el tronco de un sauce, Fabián no lloró. Plumero en mano, quiso imaginarse la noche con la luz del día, quiso que las horas pasen, que se detengan en la mañana y nunca, nunca vuelvan a correr. Pero nada.
Llegada la mañana, volvió a la casa. Cada objeto parecía estar en su lugar, pero quién sabe –pensaba Fabián- los caminos que habían andado en la noche, los crímenes que habían cometido y los funerales que se habían festejado.
Las noches pasaron. Los años. La vida. En un arrebato adolescente, Fabián recordó sus miedos infantiles, la oscuridad y ese maniático silencio. Una noche, salió otra vez al jardín; con su plumero, y esta vez, con un cordón y unas llaves. En cada pluma colocó una luciérnaga, las ató de manera que no murieran estranguladas pero que tampoco puedan escaparse. Con las llaves no hizo nada, pero una vez puesta cada luz en su hoja de plumero, volvió –casi sin miedo- a su mundo interior. Todo estaba en su lugar. Se acostó en su cama y puso su nueva lámpara lampírea a un costado, en la mesa que no era de luz. Se durmió mirando las pequeñas larvas apagadas, deseando en cada parpadeo abrir los ojos y verlas, prendidas, irradiando su magia. Pero nada.

Con los días, las luciérnagas comenzaron a reproducirse. Al parecer, sólo había dos hembras y en momentos de extrema desesperación, prendían sus diminutas luces para que los machos de las plumas más cercanas las rodeen, las cobijen, las contemplen. El plumero se convirtió en un criadero de larvas, nacían, crecían, se reproducían, algunas escapaban y otras morían. Al morir, se despegaban de la pluma como hojas secas. Amarillas, caían al piso y eran barridas sin pena.

A pesar del esfuerzo de Fabián, no se apuraron en prender como el quería, sino que lo tomaron por sorpresa cuando ya era grande. Tenía casi 30 años cuando, una noche, despertó sobresaltado. Los bichitos de luz se habían prendido formando una especie de lámpara natural que hasta daba calorcito. Su sueño, su deseo, aquella lejana y gastada fantasía había llegado a su vida cuando las noches se habían acortado y los miedos se habían superado. Cuando la infancia había empezado a asemejarse con el recuerdo de otra vida, con la inocencia perdida, con la mirada ausente de su yo adulto, que a veces recordaba con pasión y nostalgia como las cosas simples habían ido perdiendo sentido, volviéndose mediocres, apagándose.

La luz de las luciérnagas lo acompañó en cada desvelo, en cada cuento, en cada sonrisa. Su plumero se volvió lámpara, la oscuridad se hizo luz y los sueños, siguieron siendo sueños. Las llaves, nunca las perdió.

Un día cualquiera, Fabián se hizo viejo. En medio de sus olvidadizos días, reconoció que sus luciérnagas ya no eran las de antes. Prendían y apagaban en momentos necesarios, pero a veces equivocaban el día con la noche y pasaban horas enteras al rayo del sol, que entraba por la rendija de la ventana. Sin embargo, su luz no era la misma. Tal vez, habían cambiado el color o quizás fuera Fabián, que los años habían debilitado su vista y entonces, ya no veía las cosas como antes. Pensó que se trataba de una predicción, que los bichitos de luz, tiernamente llamados así, se apagaban porque él se estaba muriendo, porque era viejo y con su alma, también querían partir las luciérnagas más viejas, y las más jóvenes, y abandonar el plumero. Creyó que representaban su vida, que como él, estarían apagándose para no volver y ser recordadas como las luciérnagas que vivieron en las mágicas plumas del plumero.

Pero nada. Aunque ancianas y cansadas, las larvas siguieron ahí, iluminando las noches de Fabián, que en el mismo momento en que empezó a desear que las luciérnagas fueran libres, comprendió que nadie se aleja más de las cosas que cuando las busca[1].

Ornella.


[1] El Druida, MSN, Buenos Aires, 2010.